sábado, 9 de mayo de 2009

Soledades en el baño y a media noche

Nunca les pedí a mis padres que me compraran un perro como regalo de cumpleaños ni, por supuesto, un gato. Tampoco peces. No me gustan los animales. Es más, algunos me caen hasta mal. Otros, directamente, me dan asco. Pero, mira por donde, soy incapaz de espachurrar insectos con la suela del zapato y, muchas veces, no por falta de ganas, que conste. Me cuesta demasiado darle rienda suelta a ese mesurado instinto asesino y sádico que le corresponde a todo ser humano sencillamente por el hecho de ser lo que es: humano. Supongo que, con el paso del tiempo, la brutalidad me saldrá de manera inesperada por alguna parte; simplemente espero que para entonces, por el bien de la sociedad en general y por mí misma en particular, toda esa inclinación salvaje e irracional consiga saciarse con varios espachurramientos de brontosaurios voladores en las paredes de la casa de la playa o, a lo sumo, con la quema de un hormiguero/ nido de orugas.

Han pasado casi ya dos meses desde nuestro primer encuentro. Fue algo completamente fortuito. Las luces de casa estaban todas apagadas. Dormíamos. Unos más plácidamente que otros, todo hay que decirlo. Pero, al fin y al cabo, cada uno trataba de ganarle en solitario la batalla a la noche. No fueron las ganas de hacer pis las que me sacaron del sueño. Aunque nunca me lo haya llegado a confirmar, sigo pensando a día de hoy que fue él. Tanteando a ciegas las paredes del pasillo, conseguí llegar al baño y, por consiguiente, a la taza del váter.

Allí sentada, abandonada al sino de la misma, mis bragas se perdieron en los tobillos. El torso incontrolable se inclinaba débilmente hacia delante, arrastrado quizá por el abatimiento mayor de los hombros, y dibujando una ce; una ce de cansancio. Recuerdo perder prácticamente toda la fuerza en aquellas gotas que poco a poco me hacían sentir tan vacía, tan desinflada. Eran los dos trozos de cachete apoyados en la taza los únicos que evitaban o bien que cayese siguiendo la dirección de mis bragas, esto es, la gravedad, o bien que me perdiese entre tuberías, tragada por el poderío del retrete.

Apuraba ya las últimas gotitas de insomnio, ladronas ellas de seguridad, cuando intuí un destello de luz extraño en la negrura de los azulejos del suelo. Traté por todos los medios de despejar la mirada y, por fin, le vi nítidamente: diminuto e insignificante pero haciéndose grande a pasos agigantados. En un principio y así a golpe de vista, pensé que se trataba de un ciempiés. Ya ves tú, un ciempiés en el baño. Pero no. Reconozco que, en realidad y muy a mi pesar, no me costó mucho esfuerzo visual darme cuenta de que ahí no había tantas patas. Era un bichito extraño, de un color blanco un tanto radiactivo, que jugueteaba con la alfombrilla de la ducha. Me vacié fascinada.

Tras este primer encuentro, me obsesioné de manera exagerada. Me parecía algo completamente increíble el hecho de desafiar todos los días y con éxito al aspirador, a los pisotones involuntarios y, por supuesto, al vapor del calentador que uso siempre después de la ducha para no coger frío, independientemente de la estación del año en la que nos encontremos. Propicié un par encontronazos forzados durante los días siguientes, todos ellos fallidos: varias duchas y cepilladas de pelo diarias, una pedicura a deshoras… El caso es que durante un tiempo largo estuve buscando cualquier excusa barata para deslizarme al baño. Tardé lo mío en darme cuenta de que algo fallaba. Tenía que elaborar un plan de acción mucho más complejo, pues no era un bichito nada ingenuo.

Fingir una vejiga insomne parecía la clave, el pretexto idóneo para culminar en ese encuentro nocturno supuestamente espontáneo e idéntico a nuestra primera vez. Quizá se tratase de un romántico empedernido… Hicieron falta algunas noches en vela para llegar al truco más potencialmente creíble: el quid de la cuestión estaba en beberse al menos tres vasos, a poder ser mejor de agua, durante la cena y otros tres antes de meterse en la cama. Así, serían de nuevo las ganas de hacer pis las que me sacasen del sueño. Lo probé varias noches seguidas y funcionó. Parecía como si todos mis problemas se resolviesen sentada en esa taza de váter. Vaciándome y llenándome al mismo tiempo. Entendiéndonos.

Desde entonces, me acuesto excitada todas las noches.

Soy consciente de que llegará el momento en el que esta sobrehidratación me pasará factura. Mientras tanto, sigo rompiendo cada noche la soledad del baño encantada de participar en sus silencios…

2 comentarios:

  1. Si escribiendo, lo haces muy bien. Es importante expresarse y vaciarse mediante las letras, produce a veces tranquilidad, incertidumbres, alegrias, tristezas, pero al final creo que se logra paz interior. Como los romanos decian "fuerza y valor"

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  2. Me gusta mucho, es original, tiene cuerpo, tiene sentido, tiene frescura, es joven y tiene sentimiento y te fluye muy bien por la pluma lo que tienes en la cabeza. Me voy a comer, pero esta noche me leeré el resto del blog. ALFONSO MUR.

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